Fundacion Alambique para la Poesía

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La voz

En todas partes una lengua emerge
que entre los árboles canta, canta.
Sube una voz. Ignoro cuántos pájaros
tiene mi voz que en los árboles vive.
Ignoro cuánta voz tiene mi voz.
Canta debajo de las ramas verdes.
Con las aves que nacen de mi boca,
canta de prisa encima de mis labios.

Una voz es un hilo que se rompe
cuando un pájaro viene con el vuelo torcido,
cuando un ave no tiene voz humana
y se hunde el viento en que un vilano vuela.

Yo no sé cuánto hilo tiene mi voz,
ni si algún halo tiene acaso
el ala de mi voz
que como el ave asciende.
Pero a las ramas sube
y de tal modo puéblalas
que se rompen de pronto y llueve savia cálida
sobre mis propios labios,
que son como mis fauces.

 

Galileo Galilei

Veo que la retama de Alcolea
pernocta junto al Arno
y no sé si se duerme o si se alumbra
al sol, pues esta selva
salvaje que ahora piso
¿no es, por ventura, dueña
de otros pasos -y cantan
florentinas aquí o alcoleanas
las campanas sonando? Pues tropiezo
con recados y piedras y girando
-mientras lo veo y toco-
reconozco al pastor de mis encinas
cerca del puente, estando
vigilando la Calle del Infierno,
mientras tú le das cuerda
y haces girar al mundo
de dentro de tu tumba florentina.


La mano contra el sol

Tiendo la mano contra el sol y veo
una oscura muralla, y las almenas
en que el viento y la luz se dan de bruces;
y vislumbro un ocaso casi antiguo
o bien un parco infierno
en el que parvas almas aún esperan.

Y, con la mano puesta contra el sol,
siento que de mi sombra van raíces
a donde corren silenciosos ríos;
y escucho, con el sol tras de mi mano,
un vuelo de aves y un morir de abejas,
y una enramada violeta y roja
sobre un cielo amarillo.

Y al retirar la mano,
el sol no está, me niega, no se ha ido.

 

El joven Rin

Donde el Rin es latino, me paseo a su margen, ya casi enurbada, y mientras contemplo su ida, yo no la he visto pero sé que ha pasado una mujer mirándome. Queda su ausencia temblando como un pájaro, o a imitación de mariposa que, de una en otra orilla, encanta al agua antes de volver a su nada.

Ahora, cuando tan sólo eres río, yo te saludo con el verbo nuestro, y con el espliego azulado del Lacio; antes, sí, de que llegues a tu final sin gloria.

Antes de que te pierdas y derrames en el país del lodo, y tengas que ponerte de puntillas para poder suicidar tu hastío en el mar sin nereidas, yo te saludo haciendo mías las alas de este pájaro que nació de mirarte tanto.

 

Celebración del fuego

Sólo el fuego desvela la belleza
secreta de las cosas,
les desnuda el espíritu.

La áspera astilla muestra sus canteras
de intocables piedras preciosas
rojas y blancas, amarillas
un instante. ¿Mas cuál
es su color, si acaso
alguno las declara?

El estiércol
tejido
es, al arder, digno de un dios:
su clámide o su túnica
y, en su más viva luz, la desnudez
inmortal de su cuerpo.

Todo, al arder, se iguala,
todo es uno
-exaltado existir-
así dure un instante.

Y, aunque sé que inasible
se quiere, olvido, anhelo
(y le pido a los dioses)
poder hundir las manos
en tanta pedrería, en esas aguas
y telas movedizas
que, al decirse, consumen a las llamas.


Elegía personal (rima aliterada)

Detrás de mí las nieves van quedando
cuando ya nada vuela de su frío,
las puertas tras de mí se van abriendo
mientras no alumbra ya la luz del día,
y sólo en pos de mí mi verso anda
aunque no está mi mano que lo guíe,
y entre la nube y la palabra dicha
la nieve a la canción cantando acecha.

Cuelga del aire el estandarte viejo
con la pintada faz desencajada,
y ahora que el viento de moverlo deja
siento a mi corazón medio desnudo:
por eso con la brisa subo y bajo
cual pétalo del tallo desprendido
y, aunque parece que mi peso es poco,
seré, al caer, pariente de la roca.
Tiende todo a tardar y, si camina,
va tropezando al cabo entre sus pasos
y, dando testimonio del destino,
queda hacinado en un montón de huesos:
queda como en la noche el frío viene
tras la lluvia, tendido en las baldosas,
o como escapa el humo, tras el fuego,
ajeno a la madera y a su llaga.

Donde ayer se posó la mariposa
se abre mañana al sol una pregunta,
y pondremos la mano por acaso,
llenando del paréntesis la cuenta;
y entre el dolor que cede al propio peso
y se convierte en sal, crece entre tanto
un árbol cuyas ramas florecidas
cobijan a la música en sus nidos.

Sin compasión nos hiere con su engaño
cuanto ha pasado y al pasar no era,
puesto que todo, al fin, deja su empeño
colgado de las cuerdas de la lira:
nadie con ojos puros acompaña
a cuanto sin cesar despierta y muere,
ni arranca de entre vértices y alude
las imágenes altas y desnudas.

Sólo esperar: oficio en que la mano
no conoce herramienta; nube triste
que, aunque quiere llover, poder no tiene
sobre el viento; corriente que no basta
para navegaciones ni carena,
y esperanza agitada por el susto:
así, entre no haber vida y estar muerto,
la eternidad afirma y niega al arte.

Ángel Crespo

 
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