Fundacion Alambique para la Poesía

E-mail Imprimir PDF

El pensamiento en libertad de José María Valverde


José Cereijo

 

 

La bibliografía de José María Valverde es ciertamente impresionante. Aparte de su labor de poeta, que él mismo consideraba el centro de su producción (“La poesía es la base. Lo demás son subproductos”, dijo), le corresponden los títulos de filósofo, ensayista, historiador y crítico de la literatura, traductor... Y con miles  –literalmente– de páginas publicadas; pensemos que sólo su labor de traducción incluye, por ejemplo, todo el teatro de Shakespeare, además de títulos tan extensos y complejos como el Ulises de Joyce, el Pickwick de Dickens, el Moby Dick, varias obras de Goethe (el Fausto entre ellas), Hölderlin, Rilke, Novalis, Eliot, Morgenstern, Henry James, Austen..., en versiones que en muchos casos (treinta, cuarenta o hasta más de cincuenta años después de su aparición) siguen publi-cándose con regularidad, lo que indica su valor y permanencia. O que es autor, junto con Martín de Riquer, de una Historia de la literatura universal de la que Carlos Pujol, otro dueño de múltiples pericias literarias, dejó dicho que ambos coautores “por medio del conocimiento de su disciplina comunican sus saberes de tal modo que consiguen modificar a los lectores, dejando su impronta en la vida y en las inquietudes de los demás. Sin absorber, sin imposiciones de criterio de autoridad, más bien favoreciendo y enriqueciendo lo más libre y personal de los que reciben sus enseñanzas”. Y todo ello, desde la sabiduría de “un gran poeta muy inteligente y con una formidable experiencia de lecturas”, que está en este libro (y en tantos otros suyos) como, efectivamente, experiencia, cosa vivida y personal, no como mera erudición más o menos ostentosa.

Es significativo a este respecto que él mismo cuente que a la tarea de traductor le llevó muy especialmente su admiración por Rilke, que le hizo querer poseerlo, y “para poseer a Rilke necesitaba traducirlo”. Siempre, aunque se trate de un trabajo del que hay que vivir o una tarea académica, encontraremos ese núcleo de afición personal, y en particular la huella de su atracción por la poesía y por el lenguaje.

 

Recuérdese, a este propósito, que ya su tesis doctoral versó sobre la filosofía del lenguaje en Wilhelm von Humboldt. No me parece casual en absoluto que uno de sus libros de poemas más significativos lleve el título de Ser de palabra (1976). Recuérdense también, por ejemplo, los versos de su poema “En el principio”: “que no hay más mente que el lenguaje, / y pensamos sólo al hablar, / y no queda más mundo vivo / tras las tierras de la palabra”, porque el lenguaje “ahora, de pronto, lo era todo, / igual que el ser de carne y hueso, / nuestra ración de realidad”. Como tampoco me parece un azar que reuniese su poesía bajo el título general de Enseñanzas de la edad. Experiencia vital y amor por el lenguaje: esos son los dos aspectos (complementarios, jamás opuestos) que acaso puedan dar la clave de su labor múltiple.

 

Y lo destaco porque, como puede verse, cada uno de ellos representa en cierto modo una faceta de las dos que han solido enfrentarse, desde hace ya muchos años, en la poesía española: poéticas de la experiencia y poéticas del lenguaje. Como si, en efecto, fueran aspectos opuestos, o siquiera oponibles, de la labor poética. Somos seres de lenguaje, y particularmente la poesía (como recordara Mallarmé, en anécdota célebre) está hecha con palabras. Pero esas palabras no son, no pueden ser, palabras para el estudio filológico, aisladas de la corriente vital, ajenas al vivir diario. Palabra en el tiempo, dijo Antonio Machado que era la poesía, en frase que Valverde suscribiría sin dudas. Y véase que, más sintéticamente, la frase macha-diana reúne igualmente los dos términos de esa falaz oposición: palabra, sí, pero en el tiempo. Palabra viva (y vivida: enseñanzas de la edad), no disecada, etiquetada, para estudio. Profundo conocedor como era del lenguaje (es sabido que Dámaso Alonso le consideraba una gran promesa de la filología), jamás olvidó Valverde que la palabra que de veras ha de importar a un poeta es la palabra vital, decisiva, la que habla del hombre y su vivir, y no sólo de sí misma.

 

Como dijera el propio Machado, en sus “Reflexiones sobre la lírica” (1925), a propósito de Moreno Villa, la poesía es una expresión integral [subrayado mío] del hombre de cada tiempo. Ni “lenguaje” solo, aislado en una especie de limbo, ni “experiencia” ajena a su encarnación concreta en la palabra y a los problemas que ésta plantea, o siquiera despreocupada de ella. En el mismo texto machadiano leemos que no es la lógica lo que el poema canta, sino la vida, aunque no es la vida lo que da estructura al poema, sino la lógica, entendiendo aquí por “lógica” el estar construido sobre el esquema del pensar genérico, el responder a la común estructura espiritual del múltiple sujeto que ha de contemplarlo. Resulta interesante el uso peculiar que Machado hace de la palabra “lógica”. Podemos recordar, a modo de resumen de lo que Valverde dice al señalar que “no queda más mundo vivo / tras las tierras de la palabra”, las dos célebres afirmaciones de Wittgenstein contenidas, precisamente, en su Tractatus logico-philosophicus: la proposición 5.6 (“Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”), y la 7, que cierra el libro (“De lo que no se puede hablar, hay que callar”). Porque cabría discutirlas (y el llamado “segundo Wittgenstein” ya lo hizo a su modo) si pensamos que el uso lógico del lenguaje no es el único posible, y que justamente la palabra poética, al proponer una utilización diferente, acaso pueda rebasar o salvar esos límites, o considerarlos al menos desde un punto de vista distinto, que ilumine de otro modo nuestra relación con ellos. Pero es éste tema ciertamente complejo, en el que no podemos entrar aquí. Baste dejar señalado que, si (como afirma Valverde en la introducción a su Vida y muerte de las ideas. Pequeña historia del pensamiento occidental), “el pensamiento sólo se puede dar en forma de lenguaje” (o, en frase de Tristan Tzara que Valverde gustaba repetir, “el pensa-miento se hace en la boca”), acaso en lo que en poesía no es estrictamente, o al menos no es sólo, pensamiento, pueda haber una indicación acerca del modo de que aquellos límites no nos reduzcan demasiado, de volverlos más porosos, o al menos más elásticos. Cabría, pienso, leer en este sentido la frase de Machado acerca de la poesía como expresión integral del hombre, que desde luego no es únicamente logico-philosophicus. Pero dejémoslo ahí.

 

En cualquier caso, las enseñanzas de la edad apuntan sin duda a lo que Shakespeare pone en boca de Edgar, en la 2ª escena del V Acto de su King Lear: “La madurez lo es todo” (o, en la traducción de Valverde, “todo está en madurar”). Ese proceso de maduración vital, que difícilmente puede tener cabida en una consideración primordialmente filológica (y recuérdese la reescritura que Guillermo Carnero hizo en su día de un verso de Machado: mas recibí la flecha que me asignó Jakobson) es esencial en la poesía, y en la entera reflexión vital, de Valverde. De hecho, y como ya apuntaba antes, su misma pluralidad de dedicaciones literarias va surgiendo de un modo natural, acorde con las exigencias que le planteaba su propio desarrollo; igual que su labor traductora nace de su interés por Rilke y otros autores, su proceso de reflexión le va llevando a nuevos territorios que explorar, y alimenta, con sus sucesivos descubrimientos, las distintas facetas de su trabajo; y el poema que citábamos antes, “En el principio”, es bien explícito al respecto, cuando narra el recuerdo infantil del que “De pronto arranca la memoria”, y cómo a cierta altura ya de la vida comprende que esa estampa inaugural / no se fundó porque una tarde / se hizo mágica en un espejo, / sino por un toque, más leve, / pero que era todo mi ser: / el haberme puesto a mí mismo / en el espejo del lenguaje / doblando sobre sí el hablar, / diciéndome que lo diría, / para siempre vuelto palabra, / mía y ya extraña, aquel momento.

 

Como se ve, esa misma comprensión del papel esencial, determinante, del lenguaje no sólo en la creación poética, sino en el pensamiento y en la vida, es una comprensión histórica, que se produce en una determinada circunstancia y no en otra cualquiera, alimentada por su propia formación intelectual (Pero cuando lo comprendí / era mayor, hombre de libros, / y acaso fue porque en alguno / leí la gran perogrullada: / que no hay más mente que el lenguaje, porque Hasta entonces, niño y muchacho, / creí que hablar era un juguete, / algo añadido...). Su misma lectura de un texto, de cualquier texto (ya se trate de la lectura predominantemente hedónica del mero lector, ya de la más técnica del ensayista, o de la lectura en profundidad que la traducción exige), tiene siempre en cuenta que dicho texto está inevitablemente situado en medio de una red de causas y aconteceres concretos, y es importante no ignorarlos para entender bien lo que se lee. Véase, en fin, que en este poema lo que tenemos es el relato de una experiencia (otra vez la palabreja), o más exactamente, de dos experiencias (la de su primer recuerdo infantil, y la de la reconsideración que, ya adulto, hace de la fijación y el verdadero sentido de dicho recuerdo), y sólo a partir de ellas, de esas experiencias personales, históricamente localizadas, y posibles en cada caso únicamente en un cierto momento y a una determinada altura vital, la reflexión sobre el verdadero alcance del lenguaje. Esa imbricación entre el acontecer vivido y el reconocimiento teórico de la verdadera importancia de la palabra es totalmente característica de su manera de enfrentarse a la realidad (a la comprensión vital, no meramente especulativa o retórica, de la realidad), y determinante, como ya decíamos, en su trabajo. Él se definía como “un poeta metido a filósofo, no al contrario”, y pienso que eso queda perfectamente claro en el proceso entero de su pensamiento, que parte siempre de la importancia personal, viva, de un determinado acontecimiento, para pasar desde ahí a la reflexión que, al aclararla, amplíe los horizontes de su propia comprensión, generando de ese modo nuevas inquietudes, nuevas preguntas que, a su vez, requerirán nuevas respuestas que otra vez traigan la necesidad de reflexionar sobre ellas, en un proceso siempre renovado que determina el crecimiento orgánico de su aproximación a lo real. Sin comprender esto, pienso que la multiplicidad de sus intereses ha de aparecérsenos como una serie de especializaciones sin demasiada conexión entre sí, cortadas de la raíz común que las sostiene, y por eso menos comprensibles, o únicamente comprensibles de un modo limitador, que fatalmente las empobrece.

 

De ese papel clave de la reflexión sobre el lenguaje, y de la mutua alimentación de sus varias dedicaciones, pueden servir de muestra unas palabras suyas acerca del ejercicio de la traducción, que encontraba utilísimo para la labor creativa estrictamente propia porque “remueve el lenguaje, rompe los clichés y le obliga a uno a mirar todos los rincones y posibilidades del uso que tenga uno de su propia lengua”. Y de cómo esa misma labor de traducción, que durante años fue un modo de complementar sus ingresos (y de ahí su descontento con su propia traducción de Shakespeare, toda ella en prosa, y de la que por tanto desaparece la alternancia del original entre prosa y verso, pero que se vio obligado a realizar así porque, para haber sido más fiel, “necesitaba dedicarse en cuerpo y alma, y para eso era imprescindible una subvención que no consiguió”), parte muy frecuentemente de una necesidad puramente personal, íntima, tenemos también su relato de cómo acometió la traducción de los Evangelios: “ocurrió que la fui haciendo los domingos, simplemente porque sí, harto ya de no encontrar una traducción legible, y quise hacerme mi propia traducción para mi propio uso”. Incluso dentro de su tarea de profesor (que, recuérdese, fue su modo básico de ganarse la vida), cuando ha de criticar las muchas deficiencias de nuestro sistema educativo (y aparte de la queja obvia por la falta de dinero, del recordatorio tenaz de la necesidad de invertir, de dotar de medios reales a la red pedagógica), señala concretamente que “hay que invertir el dinero para que la gente sepa leer una frase y la entienda. Actualmente falla el entrenamiento verbal, auditivo, no tenemos entrenamiento musical del lenguaje [subrayado mío], por consiguiente no entendemos lo que leemos”. Podría continuar poniendo ejemplos, pero me parece innecesario: creo que resulta obvio para quien sepa leer que el Valverde pensador, el traductor, el teórico de la literatura y de la estética, son siempre el mismo, comparten un núcleo de preocupaciones preciso y definido (y que, pienso yo, acaban remitiendo siempre a la poesía, a la consideración poética de la palabra y del mundo).

 

Porque, de hecho, y a pesar de que se ha definido (con justicia) la suya como “una vida entera dedicada al magisterio de las ideas, de las palabras”, conviene no olvidar que advirtió siempre contra el exceso de teoría y de crítica, y el riesgo que conlleva de atrofia no sólo de las capacidades asociadas al ejercicio de la lectura personal, al disfrute directo de los textos literarios, sino incluso de la fe en el poder creador y evocador de la palabra, al punto de que, como él mismo dijera hablando de Eliot, no poder “hablar –literariamente– sino en cita”, “la autoironía total”, constituyen acaso (o pueden llegar al menos a constituir, añado yo) “el acento típico de nuestra época”. Imagino que le habrá dado mucho que pensar la burla de Mairena (del que él mismo preparó una edición espléndida) respecto a quienes se creen “de vuelta de todo”: “Los hombres que están siempre de vuelta en todas las cosas son los que no han ido nunca a ninguna parte. Porque ya es mucho ir; volver, ¡nadie ha vuelto!”. Y aún, remachando: “El paleto perfecto es el que nunca se asombra de nada; ni aun de su propia estupidez”. El riesgo es, efectivamente, “no haber ido nunca a ninguna parte”, darlo todo por sabido sin la experiencia personal, insustituible, de la realidad y del mundo, incluso en sus aspectos más menudos y aparentemente desdeñables: los divinos detalles, que dijera Nabokov, y que son precisamente aquello que el que “nace enterado” jamás conocerá, perdién-dose con ellos no sólo el irremplazable acento de lo real, sino el gusto y la con-vicción para buscarlo, la apertura personal al mundo.

 

Y no es únicamente que ese abuso teórico pueda impedirnos, o al menos dificultarnos, el acceso directo a lo real, sino que la sobra de autoconciencia nos haga imposible una relación natural y fluida con esa realidad, al modo en que, como él decía, “si nosotros empezamos a pensar mucho en cómo funcionan nuestras articulaciones de las piernas, nos caemos al cabo de pocos pasos”. Como Sartre señalase a propósito de Baudelaire, quizá el padre por excelencia de este aspecto de la modernidad, “A la mayoría de los hombres nos basta con ver el árbol o la casa; absortos en nuestra contemplación, nos olvidamos de nosotros mismos. Baudelaire no se olvida jamás: se ve a sí mismo viendo, y si mira es para mirarse” [subrayado mío]. Es evidente que hay, en esa actitud, un clarísimo riesgo de solipsismo: cuando uno mira para mirarse está desvalorizando de entrada aquello que mira, y que ya no es sino el escenario o la pantalla, perfectamente sustituibles, en los que se muestra la propia imagen, única cosa que en este caso importa. Semejante actitud no es sólo errónea, sino disparatada: empobrece decisivamente nuestra relación con el mundo, reducido a espejo o, en el mejor de los casos, a sirviente o soporte que lo sostenga. Y es igualmente obvio que quien así se relaciona con las cosas corre efectivamente el riesgo de no ir nunca a ninguna parte, puesto que, convertido tanto en su propia cárcel como en su carcelero, no quiere o no sabe salir de sí mismo. El propio Baudelaire evitó ese riesgo porque en él, como señala certeramente Jaime Gil de Biedma, “su conciencia persigue a su emoción” pero “jamás llega a agarrotarla, a hacer presa definitiva en ella; va, eso sí, constantemente a sus alcances, mordiéndole los talones, hostigándola y forzándola a dar mil quiebros y recortes”. Es decir, cada poema es terreno de juego de esa persecución infatigable, que se actualiza en él y sólo existe allí. Nada que ver, pues, con quien evita esa confrontación porque, en su “estar de vuelta”, cree conocer ya de antemano el resultado de la partida, y escribe a partir de esa esterilizadora convicción.

 

Es importante asimismo no olvidar que la dedicación profesional de Valverde fue la de titular de una cátedra de Estética (no, en cambio, de Literatura, de Filosofía o de Historia de las Ideas, como bien podría haber sido el caso), y que esa elección tiene unos fundamentos muy precisos. Puede, en principio al menos, sorprender, sobre todo si recordamos que para un autor tan de cabecera en su caso como Kierkegaard lo estético es aquello que conlleva un planteamiento hedonista, presentista y claramente insuficiente de la experiencia vital; un punto de vista que lo espera todo del exterior, y que en consecuencia actúa pasivamente y carece de libertad. Y que, en contraposición con esto, la actitud ética es la que consiste en hacerse dueño de la propia existencia, y asumir en cada caso la responsabilidad que toda acción o decisión conlleva. Pero justamente el planteamiento de Valverde a lo que tiende es a superar esa dicotomía (recuérdese el célebre telegrama presentando la dimisión de su cátedra, en solidaridad con los catedráticos represaliados por el franquismo por su abierta oposición al régimen y su apoyo a las protestas estudiantiles: nulla aesthetica sine ethica, no hay estética sin ética), entroncando la estética con la vida, por un lado, y con la reflexión crítica, por otro, y viendo lo estético, y lo artístico, no como un pasatiempo más o menos gratuito que de lo que trata es de sacarnos de nosotros mismos, de divertirnos, sino, al contrario, como un observatorio excepcional de lo más hondo de la condición humana; y, a través de esa observación privilegiada, como un compromiso radical con lo humano, lo que conlleva la alerta permanente ante todo aquello que envilece o degrada esa humanidad, y por tanto una oposición abierta a la injusticia, a la instru-mentalización, a todo lo que rebaja o pretende rebajar esa condición humana básica que todos compartimos. Se ve aquí el profundo sentido que para él podía tener aquella frase, que no es sólo un bon mot más o menos oportuno, sino una definición exacta de su posición, para la que la dedicación estética no sería otra cosa que un pasatiempo de señoritos ociosos sin ese compromiso ético que es la raíz misma de su sentido. Una vez más, y en contraposición con lo que comentábamos arriba partiendo del ejemplo de Baudelaire, tenemos aquí subrayada la importancia del otro, de lo otro, la conciencia de que el egotismo irresponsable es una forma de ceguera, y un empobrecimiento radical de nuestras posibilidades.

 

Como señalara en su momento Francisco Fernández Buey, en distintos textos suyos muestra Valverde que “era un lector tan libérrimo como agudo de textos clásicos [del pensamiento], y... también de contemporáneos”, lo que le permite apoyar sus propios planteamientos teóricos en unos fundamentos que parecerían inconciliables entre sí, pero que no lo son, sino complementarios, en su lectura, tan personal como fundamentada. Así (sigue Fernández Buey) puede conciliar a Wittgenstein y la filosofía del lenguaje que parte de él, a Karl Rahner y su lectura de los Evangelios, y a Marx y su proyecto de emancipación, a través, por ejemplo, de “aquel juicio final (“ateo”, dice él) en el que no se preguntará a los hombres sobre sus creencias o increencias, sino sobre lo que realmente hicieron para dar de comer al hambriento y de beber al sediento”, con lo que “una vez que se ha decidido ver el mundo desde abajo, y compartir esa visión con los de abajo, no sólo hay que renunciar a la cosmovisión totalizadora, sino incluso a la acentuación de la diferencia ideológica”. Y termina Fernández Buey: “¿Y se puede juntar al analítico Wittgenstein con el comunista Marx, y a estos dos con el cristiano Rahner, sin caer en una nueva forma de eclecticismo? … Se puede, y Valverde lo hizo”. Lo mismo cabría decir, por ejemplo, respecto a dos visiones del cristianismo tan opuestas entre sí como las de Kierkegaard y Nietzsche; con independencia de la solución concreta a que llega cada uno, suponen un cuestionamiento a fondo de lo que es realmente el cristianismo, y la condición personal de cristiano, imposible de olvidar u obviar después de ellos: una revisión decisiva de los fundamentos de la religiosidad y la cultura cristianas, que sin duda fue esencial para Valverde.

 

En resumen, y para terminar, no sólo sus propias ideas, sino también las ajenas, eran para él materia de reflexión personal y creadora, y al mismo tiempo, unas y otras, guía vital, principio para la propia actividad; porque las solas ideas, como varias veces hemos apuntado ya, eran muy poco para él, no eran nada, si no eran además vividas, o vivibles; así como no hubo en su caso incomunicación, sino comunidad fecunda, entre sus distintos saberes y actividades, tampoco la hubo entre su pensar y su sentir, y entre éstos y su praxis. El texto completo del famoso telegrama (o lo que fuera; hay distintas versiones) que antes citaba dice así: “Nulla aesthetica sine ethica, ergo apaga y vámonos”. Y eso fue lo que hizo, irse: exiliarse hasta la muerte de Franco, primero en Estados Unidos y luego en Canadá, en busca de un lugar donde fuera posible pensar y expresarse con una libertad que aquí faltaba. Fiel, como siempre, a sí mismo y a sus convicciones, aunque el coste personal pudiera ser elevado. Alguien, en fin, que supo pensar para vivir, para la vida, y vivir como pensaba. Un maestro.

 

 


 

Entrevista a Rafael Argullol

Como puede verse en esta entrevista, Rafael Argullol fue durante muchos años colaborador, y (en sus propias palabras) cómplice intelectual, de José María Valverde. Nadie mejor, por tanto, para darnos una imagen detallada y veraz de su figura, tan rica y tan sugestiva. Hemos creído, en consecuencia, que no podían faltar, en este homenaje al escritor y a la persona cuando van a cumplirse veinte años de su desaparición, la palabra y el recuerdo de quien tanto y tan bien tuvo ocasión de conocerlo. A recoger su testimonio (doblemente valioso, además de por informado y fiel, por suyo), están dedicadas las líneas que siguen.

¿Cómo se inició su relación con José María Valverde, y en qué fue consistiendo a lo largo del tiempo?

 

Se inició por casualidad, porque él no había sido profesor mío. Cuando yo estudia-ba, él estaba exiliado en Estados Unidos, y luego en Canadá. Lo conocí por casua-lidad en casa de unos amigos. Yo en aquel momento estaba escribiendo un libro sobre Hölderlin, Keats y Leopardi (yo era muy joven). Lo estaba escribiendo como un ensayo; él me animó a que lo convirtiera en tesis doctoral, y como acababa de regresar del exilio, me dijo si quería ser su ayudante en la Universidad. Así lo conocí. Luego estuve un tiempo sin verlo, porque estuve viajando, viviendo en Berkeley, en Estados Unidos; y a la vuelta, colaboré con él en la Universidad. Nos hicimos muy amigos, teníamos una relación de gran afecto, casi paternofilial; y, con el paso de los años, cuando José María Valverde se jubiló, yo lo sustituí, y fui el siguiente catedrático de Estética en la Universidad de Barcelona.

 

 

 

La obra de José María Valverde, como usted sabe muy bien, es múltiple; es decir, su dedicación primera, al menos en cuanto a la publicación, fue la poesía, pero hizo toda una serie de otras cosas. Tiene una obra importante de ensayista, de pensador, sus traducciones, de divulgador, etcétera. En la obra de creación, o en la obra en general, de Valverde, ¿usted colaboró de algún modo, o la colaboración era estrictamente académica?

Bueno, la colaboración tampoco era académica, porque él daba sus clases, yo daba las mías... La colaboración, sobre todo, fue de una complicidad intelectual que duró muchos años, porque José María Valverde, junto con todas las facetas que usted ha descrito, tenía una faceta, quizá la más sobresaliente, que era la palabra, como conversador. Él era un conversador excepcional; además, él amaba mucho lo que sería el conocimiento a través de la oralidad, y creo que ésa fue la cola-boración más importante que tuvimos. Independientemente de eso, desde luego, hubo momentos puntuales en que colaboramos en el tratamiento de algunos temas, o de algunos autores. Pero, ya le digo: sobre todo, fue una conversación que duró muchos años, que duró treinta años, casi.

 

 

 

Y, de esos distintos aspectos de la obra múltiple, de la obra plural de José María Valverde, ¿él, en particular, destacaba alguno especialmente? ¿Se consideraba, por ejemplo, poeta por encima de otras cosas, o las ponía a todas en un mismo plano?

 

Yo pienso que, después de la faceta que he indicado de conversador, su faceta (que está conectada con ella), su faceta central, era la de poeta. Lo que ocurre es que, en un momento determinado, prácticamente ya coincidiendo con la época en que yo lo conocí, él consideró que debía dejar de escribir poesía, y por tanto relativamente joven dejó de escribirla. Pero él consideraba su faceta principal la poesía; y yo, al cabo de los años, también considero que es así. Era una poesía muy vinculada a la conciencia del lenguaje, a esto que él mismo convirtió en título de una obra: Ser de palabra. Él identificaba mucho el ser con la propia palabra, y con habitar en la palabra.

 

 

Esa condición de poeta, entiendo, está presente en primer lugar en sus versos; pero, en el resto de su producción escrita, y por lo que me dice también en su expresión oral, ¿se traslucía esa cualidad de poeta?

 

Vamos a ver: se transmitía, pero Valverde tenía una cualidad poco usual en España para hacer alta divulgación. Es decir, era alguien que tenía capacidad para explicar asuntos complicados y profundos con claridad y con sencillez. No me extrañaría que, en parte, esta cualidad la adquiriera precisamente en los años, que fueron bastantes, del exilio en Estados Unidos y Canadá. Por tanto, de alguna manera se tiñó de esa capacidad anglosajona para la alta divulgación. Por lo cual, sus escritos de divulgación, como la Historia de la Literatura Universal, ensayos como Vida y muerte de las ideas, por un lado están muy bien escritos, con un estilo propio de escritor, pero por otro lado tienen esa gran ventaja de que son alta divulgación.

 

 

 

Puedo decir, en lo personal, que esos dos títulos forman parte de lo que podría llamar mi biblioteca esencial; y creo que tienen una virtud rara, que es el que, sin perder nada de la profundidad, son leves: no son en absoluto pesados, sino de una gran amenidad, sin dejar por ello nada de su hondura. Eso yo creo que efectivamente está en su obra, y que es una cualidad ciertamente rara, y muy valiosa.

¿Qué es lo que piensa que hoy, casi veinte años después de su muerte, sobrevive más de esa obra? ¿Piensa que se mantiene toda ella a un mismo nivel? ¿Destacaría hoy por hoy, para un lector que se acerque ahora a ella, alguna faceta como más interesante, o más actual?

 

La obra divulgativa se va a mantener, porque tiene esa capacidad pedagógica, a la que desde luego debieron contribuir sus años como profesor. Él era un profesor que prácticamente hablaba como escribía; es decir, también tenía una gran facilidad de palabra, y sus múltiples estudiantes pueden dar testimonio de esa capacidad para vincular lo profundo y lo claro, que para mí es básica en un profesor.

Desde el punto de vista poético, yo creo que su obra va a consolidarse, va a relanzarse. Es decir, cuando era muy joven tuvo una salida fulgurante; evidentemente, yo entonces no lo conocía. Después, cuando yo lo conocí, como poeta pienso que se ha infravalorado, porque en el panorama literario español estaban más atentos a otras luces probablemente más artificiosas; y creo que, con el paso de los años, su poesía, que es casi conversacional pero al mismo tiempo esen-cialista, será perdurable, y será mucho más atemporal que otras cosas que estu-vieron de moda en los años 70, 80, etcétera. Por tanto, mi pronóstico es que va a ser un poeta perdurable; mucho más que otros poetas que han estado de moda en los dos o tres últimos decenios del siglo XX.

 

Una última pregunta: aparte del valor de su trabajo literario (que yo creo también indudable, y estoy de acuerdo en que merece, y seguramente recibirá, un reconocimiento mayor del que ahora tiene, tanto su obra poética como otras facetas de su trabajo), son también conocidos ciertos aspectos de la figura humana, digamos así, de Valverde. Es por ejemplo muy conocido el famoso telegrama con el que presentó su dimisión, aquello de nulla aesthetica sine ethica, etcétera; esa figura humana, en su momento indudablemente fue un ejemplo para mucha gente. ¿Piensa que ese ejemplo tiene hoy algún tipo de pervivencia, que de alguna manera, a través de la gente que recibió ese ejemplo, se mantiene, de algún modo, vivo?

 

El problema es que vivimos una época con un poder amnésico muy considerable. Desde luego, las generaciones de estudiantes que tuvieron a Valverde como profesor han ido transmitiendo siempre el aura de integridad que él desprendía; esto, por ejemplo, en una ciudad como Barcelona es bien patente. Ahora, si tengo que ser sincero, vivimos en una época de olvidos tan fulminantes que yo no sé, cuando falten estas generaciones de estudiantes que recibieron directamente su magisterio, si va a haber una continuidad, porque España es un país tremen-damente olvidadizo. Y yo me estoy encontrando con muy buenos profesores que han muerto en los últimos años, y que prácticamente nadie conoce sus nombres. No es el caso de Valverde, pero bueno, usted ya me entiende lo que quiero decir: que hay una tendencia a la difuminación, los nombres parece que persistan mucho  menos que antes. Con lo cual no puedo atreverme a hacer un pronóstico desde el punto de vista del reconocimiento de, digamos, la figura íntegra de Valverde en lo personal. Pero bueno, si realmente perdura su poesía, perdurará también esta figura a través de la poesía.

 

(Entrevista telefónica realizada por José Cereijo)

 

 

 

 
You are here: Home PUBLICACIONES REVISTA EL ALAMBIQUE Número 12 - noviembre 2016 Homenaje a José María Valverde